14.12.14

He visto


He visto en la selva lombrices tan largas como culebras, reptando bajo el impenetrable manto de hojas secas y humus, incapaces de atravesar con sus voluminosos cuerpos el grueso cuero de la tierra, donde crecen anclados, colosales árboles, magnánimos ecosistemas, cosmos en los que todo tipo de vida existe, se extiende y es dada, desde las raíces hasta los ápices de sus ramas, plagándolas de insectos, plantas y silencios. A veces, un chasquido en sus cimas sobresalta la calma y entonces se pueden divisar semblantes semihumanos en un milenario peregrinaje, copa a copa, rama a rama, cola a cola, brazo a brazo, salto a salto. Saben donde te encuentras, por tu olor, por tu andar ruidoso y por tu respiración agitada. Y uno es consciente de verlos porque se dejan. Y hay ocasiones en los que un miembro se detiene, y girando la cabeza te observa directamente a los ojos, para luego, distraído, continuar su atávico periplo.

He visto a lagartos caprichosos, del tamaño de pequeños perros, calentarse al sol, imperceptibles, que al ser alcanzados por mi paso, golpearon violentamente, ¡molestos!, todas sus escamas y su cola en un estruendoso órdago hacia la espesura. Como aquel pequeño tapir, mezcla de rata y marrano, vergonzoso, que corrió hacia la jungla, como lo haría un conejo, al divisarme. He visto mariposas del tamaño de cuartillas, de irreales azules brillantes en el lomo y un naranja pálido en el pecho, volar a saltos, como marionetas, con gracia y precisión inexplicable, hasta perderse entre el follaje como un destello. He visto pájaros del tamaño de un meñique beber, suspendidos en el tiempo, néctar de flores varias veces su tamaño. Y también a esas aves oportunistas a la espera de la desgracia, a quienes la evolución les extirpó las plumas de la cabeza para deslizarse mejor entre las entrañas.

He visto playas de la más fina arena, que gemía al pisarla, sobre las que se asentaban rocas de formas lobuladas, orgánicas, cuajadas de ejércitos de cangrejos, paladines de sus refinadas y preciadas moradas. He visto cascadas de todos los tamaños y he dormitado bajo su salpicadura, hipnotizado por su murmullo. Sus corrientes se topan con abismales pozos de agua dulce y cristalina, sobre los que cuelgan verdaderas lianas desde las que lanzarse a sus profundidades. En sus lindes descansan cantos rodados como titánicos obeliscos, que de solo imaginar su jurásico descenso desde lo alto de las montañas, el latido de la jungla amenazaba con detenerse. He visto como miles de gotas de rocío resbalaban hojas abajo y se transformaban en tímidos charcos del agua más virgen y sabrosa que mi paladar haya gustado.

He recorrido kilómetros por caminos donde las tremendas raíces de los ficus, descubiertas, al aire, se disponían como magistrales escalones hacia lo salvaje. He visto troncos abrazándose, danzando unos sobre otros en espiral, y en las caprichosas formas de la vegetación residían todo tipo de geometrías y patrones sagrados. He visto hojas tan grandes como paraguas buscando cualquier resquicio de luz que atravesara, fortuita, el impenetrable cielo de copas, pétalos y enredaderas a través del cual la lluvia no te alcanzaba. He visto bambúes altos como jirafas y anchos como farolas, doblegarse ante viento, capearlo y recuperar su pose inicial con imperturbable dignidad. He visto enormes frutos, auténticas fortalezas para las semillas, castillos con espinas, corazas y venenos, recelosos protectores de sus no natos.

Y en la selva, al caer la noche, los árboles se enrocan y las piedras se animan con sus caprichosas formas y el titilar del ancestral fuego. En ella desaparece la quietud y la discreción, y reina y explota la vida, cuajándola de ruidos y de fuerza. En la penumbra escuché gruñidos estremecedores, de ultratumba, que podrían ser esgrimidos por cualquier demente o potente miembro de una poderosa especie. Y chirridos de pájaros, similares a las sirenas que debieron anunciar los bombardeos nazis sobre Londres. Y he contemplado extasiado, como cientos de argénteas luciérnagas bailaban en parejas sobre mi cabeza. He vivido instantes donde las nubes vetaban a las estrellas, y la oscuridad y el silencio se materalizaba en la noche, y sentido cómo toda esa asfixia del espacio se fisionaba por una brecha en el cielo a través de la cual se adentraba ad hoc, sonriente, la luna llena, como un rechoncho buda de marfil, oxigenando la creación inconclusa.

He visto pueblos aislados del tiempo y del deber, en donde el dinero y el nombre no decían nada. En los que los niños jugaban a ser adultos, los adultos a ser niños y los ancianos contemplaban apacibles la vida, impertérrita, armoniosa, como debía y como siempre la habían conocido.
He sentido la llamada en esa calma viva, imperturbable, y desnudo he saltado de roca en roca, corrido a lo largo de sus senderos, gritado los mil nombre en las miles de lenguas de la creación, y siempre protegido por la atenta, maternal y somnolienta mirada de Gaia, mientras me restregaba, excitado, en la corriente de la vida.

Y concluiré con seguridad diciendo; que esa comunión es capaz de encontrarse en cualquier recoveco de este planeta para los ojos que observan con el detenimiento y la inocencia necesarias. Nadie debería llevarse a la tierra la pesadumbre de no haberse conectado.

1 comentario:

Aúlla dijo...

Sin palabras, me ha emocionado hasta lo más profundo...durante unos instantes me ha conectado.