14.5.09

HOMO AISLADO


Propongo un ejercicio de abstracción difícil, creativo, casi matemático, casi definitivo.
De empatía con la miseria humana.
Nací sordo y mudo, así que el modo en lo que todo aquí se relata esta dentro de la ficción, pues nuca conseguí aprender un lenguaje, y sin lenguaje, sin abstracción, este análisis no es posible.
Sitúense en una aldea remota, de monte, aislada, sin luz ni agua corriente, de apenas una docena de vecinos, todos devotos cristianos, supersticiosos, analfabetos y trabajadores de sus tierras.
Hasta temprana edad yo conocía el entorno, paseaba por los caminos, jugaba con los animales y ayudaba en las labores.
Mi minusvalía no fue comprendida como ahora se entiende. Más bien, a sus ojos, fue un castigo divino. Y desde siempre, este castigo me lo hicieron sentir como propio, y aunque así era, pues no había otro que más lo sufriera, también representaba la pena que mis padres pagaron por todos sus pecados.
El violento impone su ley, la del más fuerte.
El hombre violento era mi padre. Cruel con los vecinos, cruel con los animales, cruel con mi madre, cruel con su hijo.
Conmigo especialmente, y para él yo necesitaba un castigo. Uno muy especial, uno muy terrorífico, durante el que pasé, como poco, hambre y falta de higiene.


Hay estancias donde no pasan los años, porque no merece la pena contarlos.
Yo estoy dentro de dentro de dentro de dentro del dentro. Tan dentro, que estoy aun más dentro de mí mismo que cualquiera de vosotros.
Con el tiempo se consigue soportarlo, realmente no se consigue, ¿cómo conseguir ser menos humano? Te adaptas, te amputas, seccionas rasgos, pulsiones que no vas apreciando.
La primera oscuridad es densa, aterradora, impenetrable, física. Cuestiona todos tus movimientos, tus sentidos. Cuando consigues acomodarte a ella, la claridad ya no te importa.
Al comienzo piensas mucho, te haces preguntas que te torturan por su falta de respuestas lógicas: ¿qué hago aquí?, ¿cuál ha sido mi falta?, ¿aguantaré hasta mañana?
Y cuando pasa el mañana de hoy y el mañana de mañana, y eres consciente de que no morirás ni de tristeza, ni de miedo, ni de oscuridad, ni de tiempo, te enfrentas a la mayor y más terrible verdad. Amputar.

Amputas para no sufrir, para no ser consciente de lo que te está ocurriendo. Los sentidos van menguando, por falta de luz, de sonido, de objetos que palpar, de comida que saborear, de olores a parte del de tus excrementos.
Lo más complicado y lo principal es arrinconar tu vida pasada, digamos sencillamente, olvidarla. Hagan la prueba y verán lo incapaces que son de desarraigar de su memoria las ideas, los conceptos y las imágenes más vulgares: la de un árbol, por ejemplo, la de madre, la de sol, la de aire, la de libertad, el caminar, la idea de pertenecer a la especie humana. Todo ello para no echarlas en falta, para no ser torturado por su recuerdo.
Con los días la única luz que existe es la que proyectas en tu mente, la única voz, la tuya, el único movimiento son tus pensamientos. Me aferré a ellos, pues eran la distracción por excelencia, y empezase por el que empezase siempre derivaba en la misma hélice, ese fractal mental; la vida que se consume, que se pierde, la culpabilidad por haber llegado a esto, y el dolor se volvía más intenso y la soledad algo insoportable y el odio lo único en que consolarme.
Cuando este esquema se repite y se repite y se repite y se repite y se repite, como el mantra de uno mismo, como un lenguaje divino, y alcanzas el grado idóneo de sufrimiento y alienación, ya estás preparado para el siguiente paso, el único que va a salvarte, el único paso posible hacia el abismo, otra vuelta a la cerradura de la caverna, la deshumanización.

Así que vas desechando todo lo que aprendiste hasta entonces, ya no piensas con palabras, ya no añoras la cadencia de la voz humana, ni el contacto templado con la piel de otro animal, ya no te planteas cómo salir o si saldrás, ni invocas en sueños a tu madre o a Dios para que te salve o te mate. Ya no comes con las manos, ya no andas con los pies, ya no te mueves, ahora solo duermes y esperas, y sufres, pero físicamente, y doy fe de que es mucho más leve. Por eso, cuando te conviertes en animal, en alimaña, tu mente desaparece, se vuelve primitiva y tu ser, TU SER, aquello que clama desde el miedo más primitivo a lo desconocido, a la oscuridad que te envuelve, se encoje en su alivio y descansa por primera vez. Como si, de repente, la tortura se redujese, se hiciese llevadera. Es cuando el humano conocedor del esplendor del mundo, de la existencia, encerrado para la eternidad en una jaula insalubre, finalmente se adormece y adopta la sencilla mente de un animal, la consciencia de un animal, las costumbres de un animal, de un animal encerrado, que se apaga día a día, con la diferencia que te confiere ser humano. Es la desaparición de tu condición de hombre. Lo único que perdura del homo es la intensidad con la que se siente el sufrimiento, que regresa para despertarte.
Cuando algo te molesta: gruñes, cuando algo te duele: gritas, cuando tienes miedo: lloras y te asustas.
Lloras y te acurrucas, pero son tantas las horas de miedo, tantos los años, que finalmente es tu estado corriente y permanente. Y permaneces encogido la mayor parte del tiempo, agarrándote las piernas, arrastrándote con las rodillas, meciéndote sobre tu propio eje, como lo hace un niño enfermo que cree que la muerte es inminente, como lo haría un animal acorralado durante toda su vida. Es la posición de protección por excelencia. Y las extremidades se repliegan y entumecen, se degradan y pierden fuerza y movilidad, y el cuerpo se ladea y adelgaza y te tumbas y así permaneces, por permanecer.
Entonces te encuentras preparado para el siguiente paso, la regresión.

La regresión es un camino apasionante por la ontología del animal humano, del humano al animal, del animal a la primigenia del animal. La vas adoptando como se termina tolerando un dolor crónico, saliendo de ella, recuperando el estado animado para realizar, dolorosamente, las funciones más básicas. Cuando la conciencia más simple, más básica, más inmediata desaparece, llega el letargo. La mente muere por inanición de estímulos, nada fuera, nada dentro. Cada vez se ahonda más en la simpleza del ser. Neotenia en vida. De humano a simio, de simio a rata, de rata a embrión. El engendro es el punto en común, el estado más totipotente, el proyecto de ser. Y antes de llegar a la desaparición retrocedes de manera natural a donde mejor has estado, el útero materno. El momento más cósmico, el confort por excelencia, el último paso al abismo, la clausura sin retorno de la caverna, la vegetación del ser que fue animado. Pues puedo afirmar que el miedo a nacer, a salir de la calidez y oscuridad uterinas, antecede en el tiempo, al de la muerte. Y tu mente se lima hasta alcanzar ese recuerdo vago. Las extremidades encogidas, el cuerpo encorvado, los ojos cerrados. Ya nunca habrá marcha atrás. Ya siempre serás animal. Solo despertando para alimentarte y miccionar.
Todo esto ocurre en apenas unos años. Es espeluznante sentir lo rápido que galopa la involución en relación con lo mucho que cuesta crecer, asimilar todo lo que nuestra especia ha ido acumulando y que nos define ahora como humanos y nos diferencia de los homínidos más bárbaros. Pues es el contacto con los otros lo que nos hace humanos.

Por mucho espacio que te otorguen, el aislamiento es lo más destructivo, la mayor tortura a la que uno puede ser sometido, ¿verdad?
No, aun hay más.

Tal sadismo es comprensible en un monstruo, en un enemigo, en un torturado, pero
cuando son tus padres los causantes de ello, durante tu infancia, mientras eres pequeño y los idealizas e idolatras. Te preguntas: ¿qué hice mal? Y no hay ninguna voz consoladora que te susurre: ¡Hijo mío, esta no es tu falta!, ¡tú no eres el culpable de tu tortura!
Cuando tu madre necia y asustada te lanza chuzos de pan rancio y el arroz gelatinoso con el que alimenta a los animales estabulados. Y tu padre alcohólico no puede soportar la culpabilidad al oírte gritar y llorar, aunque siempre te haya odiado, y se acerque, a romper la oscuridad y recobrar el silencio, moliéndote a palos, y la única realidad que conozcas sea soledad, temor, oscuridad, frío, sobras y tortura. Cuando absolutamente todo tu mundo, desde pequeño, ha sido aquello, te preguntas: ¿qué es la vida, merece vivirla?, ¿qué hay más allá de estas paredes, de aquellos que me trajeron al mundo y me odian?, ¿vivir es sufrir de la forma más intensa, existir es dolor?,
23 años después, la mierda hasta la mitad de la espalda, el cuerpo retorcido, destrozado y torturado, la personalidad consumida.
¿Esto es todo lo que la vida va a ofrecerme, ha merecido la pena nacer?, ¿y sobrevivir?
Condenado a ser, como máximo utópico, el que era, y como mínimo realista, la ínfima e irrisoria expresión de mi ser torturado.

Si no has sentido la verdadera angustia, la de una conciencia condenada al abandono, al sufrimiento y al letargo eterno hasta verse apagada, entonces, quizás, este relato haya hecho que vislumbres la mía. El ser humano es capaz de conseguir un aislamiento y una tortura impracticables en estado natural.
El hombre es un lobo para el hombre.


Jose Mella fue rescatado tras 23 años de aislamiento.

2 comentarios:

Ego dijo...

Extraño texto, no se como podria hablarse de la nada, del vacio, es dem asiado inexpresable

ello dijo...

Leyéndote sólo puedo pensar que formas parte de otra generación, de otra vida o región en la que el suicidio está bien visto. Leyéndote me falta el aire por la desazón que me provocan tus palabras. Como si el tiempo se parara y mi voz no sonara cuando intento gritar al borde del ahogo.
Guillermo de la voz ronca, del día a día, enamorado de tu música y tus letras, de los pájaros moribundos y del cielo gris. Nunca supiste ver que yo tan sólo quería que aprendieras a ser feliz en este mundo consumista, que esa felicidad del rebaño te cogiera por los pelos y te diera una propia, íntima, una tuya y mía, una nuestra. Que entendieras que al encontrarnos la vida cobró sentido y ya no hacía falta saborear más pistolas con la boca seca, sino unir nuestras mentes y llevarlas hasta el final, fumarnos hasta el filtro. Y ya ni me miras al pasar.