20.2.07

Sin título 1


Como a un cigarrillo mal apagado me dejó, a medias y consumiéndome. En la habitación del hotel en la que dormimos aquella noche, la noche que creí haber esperado toda mi vida. No supe como se llamaba realmente hasta el último momento, pero me dejaba que le llámese Charlotte. Charlotte de firmes pechos, Charlotte de suaves labios, Charlotte de profunda mirada. Cuando apareció en mi vida por primera vez eramos unos niños, iba acompañada de su madre, yo paseaba solo. Le vi, me vio, en un reflejo de un escaparate se cruzaron nuestras miradas. Por momentos su impronta en mi mente fue lo único que pude ver, pero supe que pasó junto a mi porque un profundo olor, una esencia indescriptible y única llegó hasta mis sentidos.
Después desapareció.

Plasmado como una instantánea ese momento perduró durante los años, la intuición y la ilusión me susurraron que volveríamos a encontrarnos.
Pasaron los años y con los años los recuerdos, pero esa imagen seguía en mi mente, menos tersa, menos nítida, menos viva, pero se mantenía.
La magia aun estaba por llegar, y finalmente hizo acto de presencia.

Era un día de invierno, con niebla y bajo cero. Los transeúntes caminaban abrigados por cálidos chaquetones y largas bufandas que tapaban la mayor parte de su rostro.
Me dirigía a un café donde me dejaba caer para no pasar solo la noche en casa.
Lo que no intuía era lo que estaba apunto de avecinarse.

Mientras mantenía entre mis manos la taza caliente de café con leche y un azucarillo oí tacones que bajaban desde la planta superior del local hasta un pequeña sala donde tres mesas, tres sillas, tres ceniceros, una taza y una persona la presidian. En ella se encontraban los baños, a ellos se dirigían esas pisadas.
No le dí importancia y apenas retiré los ojos del remolino que había dado forma con la cucharilla.

La puerta de mujeres, cuatro taconeos después del primero, y un leve portazo que finalmente reclamó mi atención.
Poco a poco se fue formando e iluminando la figura esbelta que se dejaba entrever por la puerta semicerrada, y fue entonces cuando reconocí aquella fragancia grabada a fuego durante los años.

Cegado por el contraluz que la iluminaba no vi su rostro hasta que su se reflejó en el espejo, fue entonces cuando la reconocí.
De nuevo el estallido de mi corazón, y con él la perdida del habla, el oído y la vista durante unos segundos, solamente fui capaz de registrar su extasiante olor. Y sin darme cuenta ese ángel caído desapareció.

Pasaron los meses, meses gobernados por esa fragancia, dominados por la impaciencia.
Ahora sabía que realmente existía, sabía que me había estado aguardando durante todos estos años, miraba cada noche a la ciudad iluminada por las luces de neón confiando al destino o a la casualidad otra oportunidad.

Y los encuentros fueron llegando, consecutivos, pero siempre desde la lejanía de la impotencia. Encuentros que siempre me sumían en el mismo letargo que acompañaba inevitablemente la perdida de mis sentido. Siempre a través de los reflejos de la ciudad.

Los avistamientos comenzaron a ser cada vez más a menudo, primero fueron saltando por las semanas del calendario, y poco a poco fueron acortándose hasta que finalmente llegaron a ser todos los días.
En lugares dispares, entre hombres sin nombre, en charcos de agua tibia, pero seguía sin poder hacer nada por asaltarla.
¿Me estaba volviendo loco?, ¿dudar de su existencia?
Ahora apenas comía, ¿estaría obsesionándome?

Pero llegó el día. Dos de la mañana, caminaba con las manos en los bolsillos, cabizbajo pululaba como un espectro sin intención de regresar a casa, sin destino.
Fue entonces cuando ese aroma mitad lavanda, mitad almizcle, todo divino me asedió sin mencionar palabra.
En seco paré mi marcha, no podía verla. Un autobús impedía que divisase la otra acera.
Cuando por fin arrancó la vi, contra la pared, mirándome fijamente, sonriendo.
¡Seguía viéndola! ¡Podía moverme! ¡Era capaz de hablar!
Crucé sin mirar a los lados, ¡era ella!

  • ¡Eres tú!, ¿me recuerdas, me sitúas?

  • Eres la persona de mis sueños, susurró, y amplió la sonrisa.

  • ¿Quién eres, cómo te llamas?

  • Charlotte, sólo Charlotte.

El silenció se hizo para los dos, me sentía tranquilo, por primera vez en mucho tiempo.
Sin mediar una sola palabra me agarró de la mano y me dejé llevar por su suave tacto y embriagar por el olor, ese olor.
Me llevó hasta el hotel más cercano, yo no daba crédito pero dejé que las cosas siguieran su curso.
Finalmente era el momento, mi momento, nuestro momento, no podía estropearlo.

Contrató una habitación, o por lo menos eso debió hacer, yo no atendía a nada más que a ella, absorto.
Hicimos el amor toda la noche, varias veces, sin mediar palabra, sumidos en un éxtasis mudo.

Y es aquí, a la mañana siguiente donde comencé este relato.

Abrí los ojos sin reconocer muy bien donde me ubicaba, era la habitación de ayer, el recogido nido de Charlotte y mio.
Giré, ella no estaba, tampoco su ropa, ni su bolso, pero lo que me preocupó más, su olor ya no le registraba. ¿Cuántas horas haría que se había ido?
Entonces me inundó el miedo, con el miedo llegó la pena y con la pena la desesperación más absoluta.
Había vuelto a perderla, y mi instinto esta vez me decía que sería para siempre.

Desnudo, entre tambaleos, sollozos apagados y la lágrimas desesperadas llegué hasta el baño.
Sin pensar divisé una cuchilla de afeitar envasada en esos sobres de papel encerado típicos de los hoteles.
Lo abrí y entre tinieblas dejé correr el agua caliente de la bañera, busqué el tapón que le correspondía.

Volví a la habitación y caí por primera vez en la presencia inerte del mueble bar donde reposaba una pequeña televisión.
Había varias botellitas de licores caros y como poseído las bebí todas en pocos tragos.

Entre nauseas y la ebriedad etílica agarré con fuerza la cuchilla que aun llevaba en la mano y rasque mis muñecas hasta que la sangre resbaló rápida por mis manos.
Me recosté en la bañera y me dejé morir.

En un último e inútil acto reflejo para salvar mi vida salí, gracias al peso de la mitad de mi cuerpo, de la bañera magenta y me arrastré como pude, reptando con los codos y las rodillas.
Con patéticos movimientos comencé a avanzar hacia el teléfono de pared que se encontraba al otro lado.
Prácticamente inconsciente y sin fuerzas llegué hasta la televisión, que quedaba a menos de la mitad de camino de mi única salvación.

Pero fue entonces cuando de mi cuerpo, de mis cabellos, de mis pechos, de mis axilas, de mi pubis emanó ese olor.

  • ¿Charlotte?, balbuceé en un susurro.

Charlotte no estaba, me desplomé.
La cara frente al mueble bar.

Y en ese mundo oscuro y paralelo que las pantallas convexas de los televisores reflejan la vi. Tumbada en el suelo, desnuda, sangrando, desangrada.

Yo también era Charlotte, yo era parte de Charlotte, siempre lo había sido, era el hombre de sus sueños que en su desesperada locura había creído y anhelado siempre tan fuertemente que compartíamos la misma conciencia, el mismo cuerpo la misa presencia. Ella me había dado la vida, mi consciencia, ahora lo entendía todo.

Cuando encontraron a Charlotte a las pocas horas, ya muerta, nadie supo lo que había sucedido.
Un suicidio de lo más atípico, la gente conmocionada sólo hablaba de la sonrisa, su sonrisa, la mueca eterna que se había congelado tras su muerte en sus labios.
Era mi sonrisa, la sonrisa más feliz de toda mi vida, finalmente ocurrió lo que quería, lo que debía.

Charlotte y yo juntos, fundidos eternamente, por fin, de por vida.


1 comentario:

Anónimo dijo...

me parece increíble lo que estoy descubriendo...no sabia que eras todas estas palabras que me asombran y enganchan a la vez...
'danlin'